domingo, 23 de enero de 2011

ARTE POVERA

Cuando me acerco a un contenedor de basura no es por añoranza residual del Arte Povera, más bien por vivir la experiencia que produce el encuentro con lo fortuito. Si hace años te podías sorprender al ver algún que otro viandante hurgando en la basura con sonrojo, hoy pocas son las cosas que te llenan de extrañeza. Volcar tu cuerpo en el contenedor y dejarte llevar forma parte de lo cotidiano y de lo místico; en definitiva, del paisaje urbano. Entre los excrementos que la urbe genera, comparten espacio junto a la cáscara de plátano, el testimonio de vida abandonado por otros, la garantía de calidad caduca de algún electrodoméstico y la muñeca rota.

Los recolectores tenemos un código de honor: nos turnamos en los horarios y respetamos las zonas; no hacemos oposición; tampoco llegamos al extremo de levantar la pierna para señalar el territorio. Por contra, nos vanagloriamos de ser gestores culturales además de convertirnos en público, caer en éxtasis cuando contemplamos la intervención del ajeno en el espacio, y aplaudir como expertos ante la obra supuestamente acabada. Porque, tal vez, comprendamos que en la desazón del anónimo puede estar el Arte, y entendamos que no somos tan raros como él. Todos buscamos por necesidad, por saciar apetitos en ocasiones inconfesables. Y es que hasta en el documento gráfico que reproduce la miseria encontramos placer. Preparamos la cámara, medimos la distancia y la luz, provocamos el desenfoque y disparamos.

Arte, puro arte, no demagogia.

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